La higuera que curó mi ceguera

Desde bien pequeñita, mis abuelos me inculcaron el amor por la naturaleza. Todavía hoy recuerdo como si fuera ayer a mi abuelo yendo a recoger tomillo para hacer infusiones, perejil para condimentar la comida, menta para echar en el agua para refrescarse en verano, o machacando ajos para inhalarlos y subir sus defensas en invierno. Mientras mi abuelo vivió, el campo donde tenemos la masía familiar siempre estuvo hermoso y frondoso, lleno de árboles frutales, plantas, arbustos y flores de todo tipo. Creedme si era casi selvático, pues el campo constituía un excelente refugio cuando jugábamos al escondite: realmente era difícil encontrarnos unos a otros y las partidas podían ser eternas.

Como buen conocedor de las propiedades de los alimentos que nos regalaba la madre naturaleza, mi abuelo estaba especialmente ufano de sus queridas higueras. Tenemos cuatro y de diferentes variedades. Todos los veranos recorría el campo y se detenía frente a cada higuera. Las mimaba, les decía palabras cariñosas y tomaba sus frutos para saborearlos. Me decía: «Mira, Rut, ves, esta higuera es un “coll de dama”. Es la más sabrosa y la más dulce. Es especial. Si la tomas antes de tiempo, llorará leche.» Y cuando por fin llegaba septiembre, con afiladas tijeras mi abuelo tomaba el fruto y comíamos higos cuello de dama. ¡Deliciosos! No sé si me sabían tan buenos porque realmente lo eran o porque compartía ese momento con mi abuelo, a escondidas de mi abuela, que atareada regaba en otro lugar del campo (mi abuela no era tonta y nosotros tampoco éramos muy listos, tenía ojos de lince para descubrir los restos que aún no se habían descompuesto).

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Cuando mi abuelo faltó, hace ya la friolera de 15 años, mi abuela pasó a cuidar ella sola del campo, aunque ya no era tan frondoso, ni tan generoso como antaño. Para muestra, los cerezos que plantó mi abuelo antes de morir, tardaron seis años en dar sus primeros frutos y, aun así, no florecen cada año y uno ya murió. Creo que el campo echaba de menos a mi abuelo, y eso que pidió ser incinerado y que sus cenizas las recibieran aquellos que tanto le habían dado en vida: su campo, su masía.

Prometí a mi abuela poco antes de su fallecimiento que cuidaría de la masía y del campo todo lo mejor que supiera. Así que desde hace poco más de un año, me afano junto a mi familia y alguna que otra ayuda externa, a cuidar de este pequeño y hermoso remanso de paz, ese que me devuelve la vida cuando el ajetreo de la ciudad se me hace insoportable. Aprendemos a marchas forzadas, pues del calendario del payés no sabíamos realmente nada de nada. Admito que es un menester harto agotador y, para mi hastío a veces, tienes la sensación de no avanzar cuando semana tras semana no paras de recoger hojas, pinaza, piñas, hojas muertas, restos de podas… Eso sí, por muy agotador que sea y aunque mientras faenas no piensas en nada más, el placer resultante es hasta reconfortante. Ver florecer todo lo que has regado y cuidado con tanto esmero, hace que ese fruto sepa a gloria. Y aún me queda mucho por aprender; el año pasado descubrí que después de pasarme todo el verano regando el pequeño limonero descubrí que en realidad era un mandarino. Sólo tuvimos tres mandarinas, pero ¡qué ricas!

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Este año, a principios del verano, mientras regaba el campo, me pareció que una de las higueras no lucía tan hermosa como siempre. Atareada como estaba, la verdad es que no le presté demasiada atención. Cada día me decía, mañana me acerco a ver, y aunque a medida que iba pasando el verano me daba perfecta cuenta que, a pesar de la poda invernal y de lucir verdes hojas, las ramas estaban cada vez más caídas y los frutos eran más pequeños que los de otros años. Sin embargo, todos los días estaba muy ajetreada, bueno, esa es mi excusa. La verdad es que atribuí el marchitamiento de la higuera a los brutos de mis hijos, que se habían pasado todo el invierno saltando y trepando por esas mismas ramas, partiendo algunas sin querer. Da la casualidad que es la higuera más cercana a la hoguera que hacíamos casi cada fin de semana para acabar con las hojas muertas y, pasada la emoción incendiaria inicial, mis hijos preferían subirse a los árboles. Gomis, nuestro peculiar «jardinero», me dijo que tal vez el próximo invierno mejor no hiciéramos el fuego tan cerca de la higuera, porque seguro que eso tampoco le había hecho ningún bien. Así que mientras en mi fuero interno me repetía que debía vigilar a mis monitos que no se subieran a la higuera el próximo invierno, me limité a seguir observando a la triste higuera de lejos. La veía, me dolía verla así, pero eso fue todo, no hice nada más.

El verano transcurrió y así llegó el último día antes de regresar a la ciudad. Terminadas todas las tareas y empacadas todas las maletas, me dije que no podía regresar a casa sin algunos de los bienes más preciados que nos regala mes tras mes la madre naturaleza: sus frutos comestibles, con la ventaja de que los nuestros son ¡ecológicos de verdad! Así que recogimos almendras, las primeras granadas, y por supuesto, no podía irme sin probar los primeros higos.

Me acerqué a la higuera, la contemplé, le dije que en invierno la podaríamos bien para que pudiera lucir bien hermosa el próximo verano, y tomé uno de los frutos más blandos al tacto. Tal como aprendí de mi abuelo, lo partí en dos, y antes de llevármelo a la boca, lo observé detenidamente. Fue entonces cuando comprendí cuan equivocada había estado todo este tiempo, cuan ignorante había sido, especialmente por haber dado los hechos por supuestos sin preguntar ni mirar ni observar de cerca, sin intentar comprender en el fondo. Mis hijos no habían sido los únicos en anidar en aquella higuera; prácticamente todos sus frutos estaban llenos de gusanitos. Os prometo que se me vino el mundo encima. Nuestra higuera estaba enferma, lo había tenido delante de los ojos todo el rato, pero no me detuve a observar, que es justo lo que siempre me decían mis abuelos.

Casi al instante no pude evitar realizar un paralelismo con la vida misma. ¿Cuántas veces hacemos, criticamos, decimos, etc., sin pararnos a preguntar, a pensar, a observar de verdad? ¿Cuántas veces juzgamos o damos por sentado sin saber realmente la situación? ¿Cuántas veces dejamos las cosas para luego? ¿Cuántas veces actuamos sin pensar? ¿Cuántas veces no actuamos cuando deberíamos por no saber? ¿Cuántas veces has visto a un amigo tener un día malo y no te acercaste a animarlo porque tú estabas más cansado u ocupado? ¿Cuántas veces has juzgado a tu pareja, o a un amigo deprimido, sin sentarte a escuchar de verdad lo que le reconcome, sin ofrecerle un hombro sincero sobre el que apoyarse? Y respecto a los hijos, ¿cuántas veces te paras realmente a observar el mundo desde su pequeño, inocente y seguro que mejor punto de vista?

Andamos ciegos por la vida, sin querer saber realmente, la mayoría de veces por falta de tiempo o por el maldito móvil, sin el que parece que hoy muchos no podemos vivir. Y, lo que es peor, sin ponerle remedio. Ese pensamiento fue el que me mantuvo cabizbaja unos días, pero gracias a ello me he reafirmado en mis ganas de ser mejor persona para mí y para los demás. Es importante que además de hablar sepamos escuchar. A veces un amigo sólo necesita desahogarse, sin ser juzgado, sabiendo que se siente querido y apreciado. No te quedes mirando como yo a la higuera de lejos, siéntate a su lado, y dile aquí estoy. Quiero que mi entorno cercano de verdad sepa que estoy a su lado, en lo bueno y en lo malo. Si has tenido un mal día, intentaré regalarte mis sonrisas o bonitas palabras; si hoy te sientes solo, vendré y te daré un abrazo; si tu dolor es más profundo, te intentaré comprender sin juzgar y te prestaré todo mi ser para que puedas aliviar tu carga. Y no menos importante, tendré en cuenta a mis hijos, mi marido, mi familia, mis amigos a los que considero familia, y, por supuesto, a mí misma. Gracias a la higuera, por abrirme los ojos y curar mi ceguera.

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